Publicado en el semanario catalán La Directa.
A principios del siglo XXI, nos podemos preguntar si el conflicto de clase sigue los mismo parámetros que hace cincuenta años; si frente a las nuevas armas del capital y las nuevas formas de generar valor, la lucha obrera continua siendo vigente. ¿Dónde está, hoy, la clase trabajadora organizada? ¿Qué quiere decir, hoy ser obrero? ¿Hemos de continuar pensando en la fábrica, antiguo núcleo del mundo del trabajo, como un espacio de conflicto?
Nega, los chikos del maíz @chikosdelmaiz
Frank Sobotka y el postfordismo
Decía un apenado Frank Sobotka —carismático líder sindical en The Wire que se ve abocado al contrabando portuario para mantener a flote al sindicato de estibadores— que: «en este país solíamos fabricar cosas». Sería un necio el que se empeñara en negar que, de 1973 hasta nuestros días, tanto el mundo del trabajo como la composición de la clase obrera, vienen sufriendo importantes transformaciones en sus estructuras y naturaleza. Resulta obvio que dichas transformaciones se han orientado a pauperizar y precarizar las condiciones laborales y con ello la vida de los asalariados: a grandes rasgos hemos visto cómo los sueldos se congelaban o descendían, las horas de trabajo aumentaban y el consenso post Segunda Guerra Mundial (materializado en el llamado estado de bienestar) se rompía en mil pedazos.
Los grandes relatos ya no servían, la idea de revolución era un anacronismo, la postmodernidad era la reina indiscutible del baile. Y tras la postmodernidad, el término «post» inundó cada centímetro de la vida política y cultural. Teníamos post-fordismo, post-historia, post-política, post-feminismo, post-televisión. Incluso (válgame el cielo) post-materialismo. ¿Y los trabajadores? Como suele ser costumbre en estos casos, fueron los que pagaron la barra de la fiesta. Y eso que no les dio tiempo a beberse ni un triste gintonik. Con el peso de la producción y la fábrica trasladada al sudeste asiático, los países se terciarizaban y el sector servicios se convertía en hegemónico. Que la fábrica (ahora en China o Bangladesh) desapareciera de nuestros paisajes, fue la excusa perfecta para sentenciar que la clase obrera había desaparecido o en cualquier caso, que su transformación había sido tan brutal que hablar en términos de «clase obrera» o «proletariado» resultaba anacrónico o trasnochado. Sólo existían teleoperadores e informáticos, colectivos que se convertían en la perfecta trampa y comodín para justificar la nula respuesta a la brutal contraofensiva neoliberal: no hay tradición de lucha, no hay tradición sindical y por tanto las viejas herramientas como el partido o el sindicato han quedado obsoletas.
Hace unos meses ocurría algo realmente insólito: por primera vez un colectivo de informáticos, trabajadores de la empresa HP, iba a la huelga y conseguía una victoria (parcial) en un ámbito laboral estrictamente post-obrerista. Sin complejas reformulaciones hasta el infinito, sin reinvenciones teóricas: organizándose en un sindicato de clase (CGT) y yendo a la huelga de forma masiva e indefinida. Claro que estos informáticos se consideraban a sí mismos «obreros del teclado». Quizá lo que falla no son las herramientas sino las personas. Quizá hacen falta más Sobotkas.
Jorge Moruno Danzi, sociólogo @jorgemoruno
Todo cambia, el espíritu permanece
La clase obrera no desaparece entre el proletariado multitudinario, ocupa su lugar dentro de este. La extracción de plusvalía se amplia más allá de los límites de la fábrica, pues fábrica es hoy, todo el espacio y tiempo de la vida sometida al tempo capitalista. Cuando decimos crisis de la sociedad salarial, no decimos que desaparece la existencia del salario, éste existe desde mucho antes de que existiera la sociedad salarial: De Roma viene la palabra, también la de proletario. Es la crisis de un modelo laboral incapaz de integrar por la vía del salario a cada vez más porciones de la población. Cuanto menos empleo hay más se trabaja, no solo porque quienes sí tienen empleo trabajan más tiempo, vean alargadas sus jornadas y reducidos sus derechos, sobre todo por la transformación de la relación entre empleo y trabajo: la dimensión productiva de la cooperación social que tiene lugar fuera de las jornadas laborales es demasiado amplia, tanto, que se convierte en la base y el punto de partida de lo que luego se desarrolla en el empleo.
Paro y pauperismo ya ha conocido la historia del trabajo, pero hablamos tiempos distintos. A los precarios intermitentes a principios del siglo XX les obligaban a entrar en la regulación laboral, ahora nos expulsan de ella. El capitalismo es una relación social que tiende a extenderse y a intensificarse en aquellas zonas y aspectos de la vida humana en las que hasta ese momento no había llegado. Culmina ese proceso donde el conjunto de la vida ha sido subsumido dentro de lo que venimos a llamar, Empresa-mundo. Ya no existe algo que mora afuera, otra posibilidad ni otro imaginario que pueda situarse al margen de la relación con la empresa-mundo.
El 89 es el 68 invertido, la alegría convertida en publicidad, el conflicto en la gobernanza, la ambición en la búsqueda del éxito empresarial, los vínculos sociales en coaching y autoayuda. La posibilidad de pensar el mundo está totalizada por la patente de la empresa-mundo, capaz de incluir todo el abanico de la diversidad y pluralidad humana bajo un mismo paraguas: el de la propiedad privada. No es solo el tiempo de la jornada laboral, es el ocio, el saber, los sueños, las emociones, la comunicación, la forma de pensar lo que pensamos, nada escapa del capitalismo normalizado como el estado natural de la vida. La vida adopta la textura de la empresa. Luchar contra la figura del emprendedor entendido como nomos comunitario, pasa por ubicar al antagonismo desde dentro y contra la empresa-mundo, dentro y fuera del empleo. Repartir el oro y el tiempo, para que el tiempo deje de ser oro. El capital ha secuestrado en su seno la cualidad comunista de la cooperación, seamos el Alien que se incuba en su interior.